martes, 13 de noviembre de 2012

ASÍ COMIENZA "LAS FOTOS DEL INGLÉS"

Testimonio
 

Dios nos ha hecho nacer en los campos y estos son nuestros; los blancos nacieron del otro lado del Agua Grande y vinieron después a estos, que no eran de ellos, a robarnos los animales y a buscar la plata de las montañas [...].En vez de pedirnos permiso para vivir en los campos, nos echan y nos defendemos. Si es cierto que nos dan raciones, éstas son sólo un pago muy reducido de lo mucho que nos van quitando [...].Nosotros somos los dueños y ellos los intrusos.
Cacique Sayhueque
 
Lo que se opone a la memoria no es el olvido, sino el olvido del olvido que nos disuelve en el afuera y que constituye la muerte.
G. Deleuze


Prólogo

 
 
Mil ochocientos noventa y ocho… El fotógrafo inglés de nombre Arthur Tell viajaba en primera clase. Quizás esa era la diferencia más importante con su anterior viaje, veinte años antes, en que lo había hecho en segunda. Entonces, como ocurría ahora, también se había sentido un privilegiado comparándose con los pasajeros que iban en tercera clase.
La siguiente diferencia entre ambos viajes era la de haber salido de dos ciudades y dos puertos distintos… La primera vez de Souhampton, y la segunda de la populosa e industrial ciudad de Manchester.
En lo demás, Arthur Tell seguía siendo un hombre alto, de ojos color de miel y cabello castaño claro, que comenzaba a peinar canas.
Cuando se miraba al espejo, todavía podía descubrir como quien busca las brasas de un antiguo fuego: un canto ancestral y un amor que el tiempo no había logrado apagar. Volvían las imágenes del pasado… Las imágenes en la toldería de los indios. Y él se demoraba en ellas, con la única intención de recuperarlas.
Por las noches, en la soledad de su casa, escribía un diario recuperando sus notas de viaje.
La primera de todas aquellas páginas comenzaba diciendo:
«Yo, Arthur Tell, viví entre los indios…»
 
La machi, era la que unía a los dioses con los hombres. Y el vientre sagrado del kultrún, el tambor al que sostenía con una mano y batía insistentemente con un palillo en la otra, la había ayudado a cruzar el límite. Ya nada la detendría. Su cuerpo era un torbellino de calor. Había logrado vencer al tiempo pese a la delgadez y la flacidez que recubría sus miembros. No en vano, en la piel de su tambor estaban dibujadas las partes en que se dividía el mundo y también los cuatro solsticios, el número de los meses y los días.
—Machi rewetun meu lukutuk nuukei ñi küimian… —pedía—. Machi rewetun meu lukutuk nuukei ñi küimian… — rogaba.
Le habían dicho que la hechicera ponía dentro de la piel de potro sin pelo con que cubría su kultrún, sus pequeños amuletos: una pluma, unas hierbas... Símbolos de la mapu o tierra. Después con la piel del tambor abierta por un resquicio esperaba pacientemente a que entrase el sol y el espíritu de la tierra. Entonces, con la mirada puesta en oriente, de donde procede todo lo bueno, y en poniente, el kullcheimase, el lugar hacia donde se dirigen las almas de los muertos, echaba dentro un puñadito de tierra dejándola resbalar por sus dedos suavemente. En ocasiones, también introducía una piedrecilla de un río, unas semillas de los pehuenes de la montaña, un pequeño hueso... Después, cuando cerraba la piel, el mundo entero sonaba en aquel tambor.
—Machi rewetun meu lukutuk nuukei ñi küimian… —cantaba—. Machi rewetun meu lukutuk nuukei ñi küimian… —rogaba en tonos graves ante la atenta mirada del resto de personas que la acompañaban.
 
 
El «mal de mar» no tardó en aparecer.
Arthur Tell se debatía sobre el lecho del camarote de primera clase. La habitación rectangular, era estrecha. Se recorría rápidamente con la vista. Un araña de cristal, un armario, unos cuadros al óleo, una butaca, el cuarto de baño, la mesa de noche, la cama… Intentando atemperar el vaivén de las olas, se dejó llevar por sus pensamientos. El malestar volvió. Muy pronto no supo dónde estaba. Los dos mundos en los que había vivido se confundían en su recuerdo.
Sintió el deseo de vomitar otra vez, pero el movimiento estomacal se conformó con provocar una arcada. A los pies de su cama había una palangana. Se la había traído uno de los camareros por si persistían los mareos.
Volvió a sus pensamientos… La imagen del puerto que había dejado atrás, Manchester, le pareció clara. Chillaban las gaviotas en el cielo reflejando la sombra gris de sus siluetas sobre el agua gris cuando, el vapor hizo sonar su bocina tres veces. A la primera llamada, los encargados que esperaban en el muelle para desatar los cabos se prepararon para hacerlo. Al segundo sonido la uniformada banda de música con sus relucientes instrumentos de metal, viento y percusión, en perfecto orden y formación, comenzó a tocar una alegre marcha militar a la que siguieron otras tan briosas y contundentes como la primera. Al final hubo un redoble de tambor. Fue entonces cuando la gente comenzó a ondear pañuelos blancos en sus manos, se secaba las lágrimas, elevaba sus brazos y gesticulaban palabras de despedida que ya nadie podía oír, aunque todos se sentían capaces de adivinar… «¡Mandaré a por ti!», «¡Escríbeme!», «¡Regresa pronto!».
En el muelle, al ser separados de los bolardos, los cabos, cayeron al agua por su propio peso abriendo heridas en el agua marina, largos cortes que no tardaron en cerrarse. El ancla, aún firme como un anzuelo contra la arena del puerto, pronto subiría por el escoben. Una garrafa que flotaba, de fino cuello y cuerpo redondo, chocó contra la proa y resbaló por la amura de babor entre las olas de finas puntillas blancas. A medida que avanzaba le entraba agua por el pico. La estopa que la protegía, hinchada por la humedad y el agua, había hecho que perdiera su forma, y las asas de sujeción, hábilmente trenzadas, apenas mostraban ya la utilidad para la que habían sido creadas.
Una bandada de gaviotas, amplia por sus dimensiones, revoloteaba en un gran círculo avanzando sobre el puerto. La que iba a la cabeza era sustituida por la siguiente, y así se relevaban continuamente. Cuando el círculo se rompió con un estallido de chillidos, una de ellas se colocó sobre el vapor de la chimenea del barco y se quedó allí un momento, como flotando, casi sin mover las alas, aprovechando el humo caliente que la mantenía en el aire y permitía ver a los viajeros sus alas blancas de puntas negras. Otras se precipitaron al agua sucia y aceitosa en busca de comida. Después, tragando lo que habían pescado, se quedaban meciéndose sobre las olas junto a unas peladuras de naranja y una pequeña mancha de aceite de color azul rosáceo. Las demás se habían marchado volando bastante bajo hacia los techos de la aduana y el resto de los edificios del puerto.
Junto a los cobertizos, una ordenada fila de carruajes, entre los que no faltaban los cabriolés y las berlinas, esperaban para llevar a la gente de regreso a sus domicilios. La mayoría de los cocheros permanecían junto a las puertas, algunos conversando entre ellos, y otros se mantenían en los pescantes.
Las personas, debido a la época del año en que se encontraban, vestían muy abrigadas. Hacía frío, y se notaba hasta en la economía de sus gestos. Los había que ni se movían como si se hubieran quedado rígidos como estalactitas, mientras otros, con la intención de entrar en calor, caminaban, saltaban, y abrían y cerraban los brazos. Los más ricos lucían guantes de cabritilla en distintos tonos, abrigos de piel, de cashemire, de pelo de camello, levitas y chisteras, y las mujeres, polisones de telas bordadas y estampadas con sombreros a juego, acompañados de estolas de piel, y peinados a la moda. Cerca de ellos, los pobres vestían ropas desgastadas y oscuras
A una orden de silbato del contramaestre, los dos últimos cabos que retenían el buque fueron izados gracias a los cabrestantes. De su apretada estopa trenzada cayeron gotas de agua… Acababan de terminar de sujetarlos en los tornos de cubierta cuando se produjo el tercer aviso. Después, muy lentamente, lanzando al espacio el bramido metálico de su bocina, el vapor levantó el ancla y comenzó a separarse del muelle mientras las negras y altas chimeneas de los hornos de las fábricas y los talleres esparcían sus humos sobre el cielo de la ciudad, recubriéndola con una fina neblina negra, cuyo hollín caía sin piedad alguna sobre la población.
Con un nuevo sonido grave de la sirena del barco, las gaviotas se soltaron de los techos de los cobertizos donde aún tenían sus nidos de algas secas y restos de plantas y en donde habían criado a sus polluelos, y volvieron a formar un enorme círculo sobre el barco. Cuando éste comenzó a navegar enfocando la boca del puerto para salir al mar, mantuvieron su rumbo todavía un poco más de tiempo girando sobre la nave y planeando sobre ella. Poco después, como si un invisible hilo las atase a tierra, fueron retornando lentamente a los techos de madera y cinc de los edificios que habían dejado atrás, sobrevolando en su camino las siluetas de otros vapores de pasajeros, buques frigoríficos y de carga, para quedarse, por fin, quietas en lo alto de los voladizos del techo de la aduana, con la mirada enfrentada al viento, como gárgolas a las que apenas diera la luz y estuvieran a punto de ser devoradas por la oscuridad de la noche.
En la ciudad y el puerto de Manchester se encendieron los faroles. A medida que el navío avanzaba sobre las olas, se oyeron las campanas de algunas boyas moviéndose entre las olas, alertando de la presencia de bancos de arena.
A lo lejos, las luces de la ciudad se empequeñecieron hasta que sólo fueron puntos de luz titilando al viento, muy parecidos a las estrellas que se elevaban sobre el firmamento.
En las diferentes cubiertas, apoyadas en las barandillas de los balaustres, sonriendo o conteniendo las lágrimas, conversando o caminando, las tres clases sociales que habitaban el barco parecían iguales salvo por los sentimientos que iban desde la indolencia extrema a causa de la riqueza, a la preocupación de los más pobres por su inmediato futuro. Si en algún momento, vistos desde lejos, aquellos seres llegaron a parecer iguales a los que quedaban en el puerto, las condiciones en las que viajaban volverían a recordarles cuál era el lugar que cada clase de pasajeros ocupaba. En el centro del barco y en las cubiertas superiores: camarotes privados de primera clase con salones para comedor y baile, banda de música, peluquería, gabinete de lectura, gimnasio, jardín cubierto, sala para fumadores. Era el sitio donde menos se sentía el movimiento durante la navegación. A popa, camarotes compartidos de segunda clase. Era el segundo lugar donde menos se movía el barco. Y donde también tenían sus cuartos los oficiales. Los de tercera clase iban a proa y bajo cubierta, donde era inevitable sufrir constantemente las oscilaciones y los golpes de las olas del mar sobre el buque. Éste, también era el sitio de las hamacas de los marineros.
 
 
El deseo de vomitar persistía.
Si el hombre hubiera podido abrir los ojos habría visto la rama de un canelo plantada a su cabecera. Pero no vio nada. El canelo estaba mojado. Y de sus hojas, siempre verdes, aún en invierno, resaltaba el color púrpura. Unas manos con unas uñas muy largas hurgaron en su torso y bajaron hasta el vientre. Lo traspasaron con su fuerza como si estuvieran horadándolo. Escudriñando en sus entrañas, buscaron algo. Pero ¿qué? Él no lo sabía. Su cuerpo parecía desintegrarse hacia el infinito… Y sus nervios, a causa del dolor, recordaban puñales en la mente.
La rogativa de la machi continuaba. ¡Clamaba, repetía, danzaba! Con esos pasos chiquititos de anciana…
—Machi rewetun meu lukutuk nuukei ñi küimian…
Después de pedir el favor de los antepasados y sentir en su cuerpo el poder del señor de los mapuches, el dios Nguenechen, se dirigió decidida hacia el hombre. Ya nada se interpondría entre la curación y la enfermedad. El hombre permanecía con la cabeza mirando al este de donde viene todo lo bueno.
 
 
—¿Se encuentra bien? —preguntó el camarero.
Arthur Tell sintió el deseo de contestar a aquella voz que oía muy lejos, tan lejos… También oyó otras voces. Eran las de los pasajeros. El primer día, tras alcanzar el camarote para dejar sus pertenencias, los pasajeros de los camarotes contiguos se habían presentado. A la mayoría les alegró saber que viajaba con ellos un fotógrafo. Uno le preguntó si no sería mejor que dejase su cámara fotográfica a buen recaudo con el comisario real de a bordo. Sin embargo, poco después estuvieron de acuerdo en que no era necesario. No habría sido lo mismo de haber compartido un camarote de segunda, o uno de los grandes dormitorios de tercera.
Por si le quedasen dudas de que la vida no había cambiado mucho, los ricos eran cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, bajo cubierta, setecientos inmigrantes viajaban en pésimas condiciones de higiene y salubridad. Era la tercera clase, donde mujeres y hombres separados en dos dormitorios comunes «a fin de evitar la promiscuidad», como decían los folletos explicativos de la época, compartían un comedor en común y un trozo de cubierta donde los matrimonios podían reunirse para estar con sus hijos. La invitación de aquellos folletos prometía «pasaje gratis, trabajo y tierra»; y presentaba a América como una tierra de promisión. Los precios de los pasajes de tercera clase para quien hubiera de pagarlos costaban el valor de un cerdo bien cebado y listo para vender en el mercado. Pero las familias pobres europeas tenían numerosos hijos, y la mayoría de las veces, no tenían ni un trozo de cerdo para comerlo ellas mismas.
 
 
El deseo de vomitar volvió a atacarlo.
En el sopor de la fiebre creyó percibir que una gota de agua le había caído sobre el rostro, junto a la comisura de los labios. La sed lo impulsó a tomar aquel precioso líquido con la lengua. Una vez dentro de su boca sus papilas gustativas, ¿o fue la fiebre?, le dijeron que no era una gota de agua, sino de sangre.
El horror volvió a su mente. ¿La sangre de quién?
El canelo, el árbol sagrado, había sido bañado con la sangre de un guanaco descuartizado. Él no lo sabía. Ni siquiera sabía adónde lo habían llevado cuando los guerreros lo montaron en aquel caballo. Lo último que recordaba era aquel indio, la lanza, el libro de Lewis Carroll caído sobre la tierra, y el viento volteando sus hojas de un lado a otro…
El gusto a sangre lo acercó a la realidad. Temió estar en un sacrilegio. Se oían voces extrañas. A veces, unas manos frías lo tocaban. Eran de nieve y cantaban. Eran lluvia y no llovía. Las manos volvieron a hurgar sobre su vientre como cuchillos.
¿Sería él la víctima?
La sensación de que una vieja mujer cantaba sobre su rostro una misma frase persistía en su mente.
—Machi rewetun meu lukutuk nuukei ñi küimian… —repetía la voz.
El cabello de alguien flotó sobre su cara como una nube. Era un cabello largo. Y las palabras las oyó más cerca.
Sintió miedo.
Las manos levantaron la piel que lo cubría. Un frío intenso erizó su vello y puso su piel en alerta. Bajo el cuero del animal que hacía de manta había mantenido su calor. Pero ahora estaba solo como un recién nacido. El cuerpo tembló y comenzó a tiritar. El humo le ardía en la garganta. El aire olía a laurel y a otras hierbas cuyo aroma no sabía distinguir y mucho menos nombrar. ¿Realmente olía o estaba soñando?
La voz era persistente… Los cuchillos fríos… El dolor intenso. El cuerpo lo sentía como el de un niño dormido. «Nada, nadie» pensó. «Nadie, nada…» Todo parecía estar lleno y vacío a la vez. Volvieron imágenes de su niñez en Gran Bretaña, de su madre y su padre.
—Machi rewetun meu lukutuk nuukei ñi küimian… —escuchó entre el batir de olas, porque… ¿Eran olas… o era el viento lo que oía? La lejana Liverpool… Acababa de aparecer otra vez en sus sueños.
Deseó que aquello acabase. Terminase de una vez.
Unas hojas húmedas se movieron sobre su rostro y pasaron sobre su cuerpo arañándole suavemente la piel. Las hojas caían dando golpecitos. Le pareció que unos labios se movían sobre su piel. Succionaban en la herida abierta. Hurgaban buscando en su interior. Sorbían con fuerza.
—Machi rewetun meu lukutuk nuukei ñi küimian…—recitaba la anciana.
Sintió en aquellos dientes la humedad de la saliva. Por si aquello fuera poco, una cantidad de serpientes no mayor de siete u ocho también se movieron como dedos y entraron a continuación con rapidez vertiginosa por su abdomen como queriendo salir poco después por su espalda. ¿Sería una alucinación? Se retorció de dolor. Las manos de la machi trabajaban. Su columna vertebral se arqueó como si le hubiera caído un rayo. Pero los labios y la cabeza de la mujer aún seguían allí. Su voz era gruesa y grave. Como si fuera un bebé, sólo por un instante, el joven volvió a tomar la posición fetal poniéndose de lado. Lo sabía porque tenía su cabello cayéndole sobre la cadera como una espesa tela de araña áspera y pegajosa esperando retener a su víctima. Una vez atrapado no lo iba a soltar. Entonces, ella dejó de succionar. Él, se volvió y estiró. Sintió un último y penetrante dolor. Cuando la mujer se incorporó, comenzó a sacar algo por su boca cuya saliva era roja. Después, volcándolo sobre sus manos lo exhibió a los presentes, quienes a la distancia —con palabras de admiración y sorpresa— mostraron su asombro y respeto a la machi. Pero el hombre no vio. La sombra que tenía ante sus ojos, la anciana de los largos cabellos, aquella que se movía y cantaba; la que traía las olas y el viento, la de las cumbres heladas; se despegó poco a poco de él mostrando a los presentes un pequeño sapo que había sacado de su propia boca. Era, según la mujer, «el mal» que había entrado en el hombre y había levantado aquella muralla de fiebres que lo tenía postrado desde hacía un par de semanas... El mal había salido por fin del hombre y había pasado a la machi. Ella lo había tomado para sí, lo había soportado con entereza y valor, y ahora con un movimiento enérgico de su brazo lo arrojaba al fuego. El crepitar humeante del cuerpo sobre las llamas azules, rojas y amarillas, contenidas en un círculo de piedras, recogió de una sola vez las miradas admirativas de los allí presentes. Después, se hizo el silencio.
El recuerdo de aquella visión lo llevó al pasado. Mil ochocientos setenta y ocho… Un vapor a vela saliendo de Southampton rumbo a América a donde llegó un mes y diez días más tarde. Estaban en el Río de la Plata y era tan grande como el mar.
Cuando el práctico del puerto que había llegado en una barcaza dirigió el rumbo del vapor y señaló un punto de anclaje cerca de la ribera, se arrojó el áncora. Estaban en mitad de un río de aguas marrones. Habían entrado por él hasta situarse frente a la ciudad de Buenos Aires de la que sólo los separaba la niebla. En las dársenas esperaban la partida  las fragatas, goletas, buques de vapor a vela. Y si en algún momento el fotógrafo pensó que aquella ciudad y aquel mundo cambiarían su vida, lo que no sabía, hasta ese momento, era cuánto ni cuán pronto sucedería. Se preparó para el desembarco. Colocó su cámara fotográfica, cuyo fuelle se abría a través de un sistema de aldabillas, el trípode y la caja con los tarros de los líquidos químicos sobre la cubierta superior. Acercó el resto del equipaje: una maleta plana donde llevaba sus pertenencias compuestas por unos pocos libros y algo de ropa. Después, al igual que el resto de pasajeros haciendo cola en los pasillos, esperó la llegada de los veleros de cabotaje que los llevarían hasta la orilla de la playa donde unos carros enormes hundidos hasta la mesana de sus altas ruedas, y con las olas del agua golpeando el pecho de los animales de tiro, los esperaban para dejarlos en tierra.
Ya en la barcaza, cuya vela se inflaba con el viento poniendo rumbo a la costa, le llegaron los gritos de los carreteros diciendo: «¡Tras…! ¡Tras…! ¡Atrás… ¡Tras!» para que los animales no continuasen avanzando y se mantuviesen siempre en el mismo sitio, con el agua al pecho, o de lo contrario, se ahogarían.
Más allá un centenar de mujeres blancas lavaba la ropa de las gentes de una ciudad que contaba con doscientos mil habitantes, la cuarta parte de los que había en ciudades europeas como Liverpool o Manchester, mientras varios pescadores puestos en pie sobre la grupa de sus lustrosos caballos se internaban en el agua para arrojar sus redes de pesca. Las formas redondeadas de las redes tocaban el agua como mariposas blancas por delante de las cabezas de sus caballos y, al retirarlas poco después hacia la orilla, dejaban ver pececillos plateados moviéndose sobre la arena.
 
 
Una vez más se había demostrado que entre los dioses y la gente sólo permanecía la machi. Tal era su poder.
La gente entraba y salía de la choza complacida al saber los logros de la hechicera. Algunos miraban con interés hacia la fogata donde se había consumido el cuerpo extraño que había traído «el mal», y todo eran reverencias y palabras de admiración para la machi porque todo mapuche quiere ser persona sabia, o como dicen ellos: «kimche nge aymi».
Los saludos y las contestaciones se repetían… Las indias y los indios entraban y salían. Un cortejo de pequeñas reverencias y protocolos se repetían.
—Mari mari.
—Eimi eimi —se saludaban.
O…
—Mari mari.
—Mari mari laminen.
Se saludaban entre sí, tratándose de hermana y hermano.
Una voz de mujer a la que reconoció y que no era la de la anciana, se dirigió a él, llamándolo por un nombre.
—¡Peñi Paumun! —dijo acercándose a él, y su rostro expresaba cariño.
Entonces recordó su nombre mapuche, el nombre de guerrero que ella le había dado.
—Peñi Paumun —volvió a repetir ella dulcemente.
Y él le sonrió con los ojos muy abiertos.

3 comentarios:

  1. Muchas gracias, Pat.
    Lo importante es que el tema se conozca.
    Un abrazo.

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  2. Otra gran vergüenza de la historia. Una vez más, los "blancos" cometiendo un genocidio vergonzoso del cual, como "blanco" y sin tener nada que ver en todo aquello, me siento en verdad acongojado y avergonzado. Ya lo estaba por ser español y Extremeño. (La barbarie cometida por los presos que llevaba Colón en sus naves, y por los propios oficiales, así como todos los que llegarían tras ellos, nunca se me ha de olvidar). Lo dicho, la historia y sus injustas desigualdades. Sin lugar a dudas, Pilar, contar la verdad debe ser de justicia y ojala y por fin se les haga justicia. Un abrazo.

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